Por Daniela Bustos
20 febrero, 2015

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Es una especie de trato: simplemente tienes que aceptar todo tal cual venga, tanto lo malo como lo bueno.

Me puse de pie mirando mi motocicleta acostada en el fondo de un agujero gigante sin idea de cómo podría sacarla de ahí. Afortunadamente mi tabla se había liberado de esa masacre y parecía haber escapado ilesa. En realidad lo impresionante es que siga en una pieza, ya que soy incapaz de mantener un vehículo. Me había tomado 8 horas cubrir los últimos 130 kilómetros de camino lodoso. El combustible se filtraba del tanque por medio de la manguera de respiración y el sudor caía por mi rostro mientras me tiraba inútilmente hacia un lado. Mientras el cielo se volvía inquietantemente oscuro y una tormenta comenzaba a formarse sobre mi cabeza, intenté recordar por qué decidí atravesar el Congo en una motocicleta con mi tabla de surf.

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La semilla de este viaje fue plantada hace 14 años cuando tenía muchos problemas para poder surfear en Namibia y recurría mayoritariamente a montar olas por la costa de Swakopmund. Soñé con regresar a la costa oeste de África por mis propios medios, y una motocicleta parecía ser la forma perfecta para llegar a lugares difíciles de llegar que prometían buenas olas. Considerando que ya no tenía 24 años, que nunca había tenido una motocicleta y que solo tenía algunas nociones de cómo manejar una, el amarrar mi tabla a ella parecía una forma bastante creativa de destruirla. Pero nada de eso importaba. Renuncié a mi trabajo como científico en Santa Cruz, California (el cual amaba), vendí o regalé todo lo que no caía dentro de mi camioneta Toyota (cuyo espacio estaba completamente lleno por mis 6 tablas de surf), me despedí de mi novia (a quien amaba incluso más que a mi trabajo), le aseguré a mi familia y amigos que aún estaba cuerdo (debatible), envié mi motocicleta por barco a Londres y la seguí de cerca.

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Las cosas en el viaje habían ido bastante bien los 6 meses previos a mi triste intento de atravesar por el lodo del Congo. El plan era atravesar rápidamente Europa y luego abrazar la costa oeste de África, hasta llegar a Ciudad del Cabo dentro de la temporada de surf tanto en el norte como en el sur del continente. Al mismo tiempo que debía escapar de las lluvias en el centro de Marruecos y el Desierto del Sahara, lugares que ofrecían hermosas vistas de montañas, pistas interminables, cautivantes aldeas ubicadas cerca de acantilados y bastantes puntos de descanso. En la península de Dakar me encontré con olas que pasaban por sobre arrecifes con erizos incrustados en ellos, mientras realizaba mis visitas a varias embajadas para solucionar problemas con las visas.

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En el oeste de África, muy a menudo tienes algún tipo de experiencia especial con el surf. Armé mi carpa justo frente a las olas de clase mundial de Liberia. En Ghana me encontré con algunas que se alzaban bajo la sombra de castillos que fueron el centro histórico del comercio de esclavos, y en Mauritania las olas silbaban junto al casco fantasma de un gigante barco hundido. En Camerún, el único surfer local sirve como embajador para los viajeros como yo. Al recorrer un polvoriento camino en Gabón descubrí hipopótamos y otras leyendas ecuatoriales. Y si tienes la paciencia para esperar, puedes encontrarte con largas olas en cada playa a la que vas.

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Con todos los encantos que tiene atravesar África por tierra, también puede resultar ser extremadamente agotador y una gran molestia. Pasas bastante tiempo intentando obtener visas en consulados que no te las quieren dar, intentando entrar a escondidas por las zonas limítrofes y siendo detenido por los policías. Aprendes el hábito de ignorar a todos los que usen un uniforme y que intentan detenerte. Estuve detenido durante 7 horas por los militares en Mauritania, asaltado por los bandidos armados de la Costa de Marfil, arrestado en Nigeria, y casi no se me permitió entrar a la República Democrática del Congo (DRC). Las carreteras tienen charcos del tamaño de camiones que pueden tragarse tu motocicleta o que pueden convertirse en una sola pista, dunas de arena o caminos sin salida que llegan a un lago, lo que te llevará a buscar un bote para poder seguir avanzando. Las normas de tráfico están ausentes en los caminos y pareciera ser que las personas simplemente están intentando matarte todo el tiempo. Por lo general no puedes hacer recambio de equipamientos antes de llegar al sur de África, así que cuando tu carpa está llena, duermes junto a insectos que se suben sobre ti; cuando tu saco de dormir explota, duermes sobre el bolso de tu tabla de surf; y cuando tu bicicleta se rompe, más te vale tener herramientas y repuestos.

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El oeste de África sigue siendo un lugar salvaje y esto puede afectarte. Cada día se siente como una aventura y la ayuda llega casi siempre de personas desconocidas. Lugares como Sierra León, Costa de Marfil y Liberia aún se están recuperando de décadas de brutales guerras civiles, donde las personas y ciudades aún llevan la cicatriz de los conflictos. Incluso en las capitales, como en Freetown (Sierra León), dónde no hay electricidad y a menudo tampoco hay agua potable. Cualquier persona que tenga luces prendidas está utilizando un generador en base a diesel. Las personas son buenas para hacer que las cosas funcionen utilizando lo que tienen a su alcance.

El surf aún es un deporte joven en esta parte del mundo y la mayoría de los pocos que están aquí han montado olas sólo desde hace unos pocos años. A pesar de las difíciles condiciones de vida que deben soportar, existe una filosofía de esperanza y emoción por nuevos comienzos en las platas de la península de Freetown. Acampé en su playa por un mes y compartí las olas y comidas con los surfistas de la Playa Bureh. Su amabilidad hacia los extraños me llenó de humildad. Cuando conté su historia en Internet, hubo personas que reunieron dinero para construir un pozo en una montaña cercana a la aldea, y les enviaron a los surfistas de Bureh una tabla de surf e implementos para repararlas, cosas que no pueden encontrarse en ningún lugar de Sierra León.

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Ahora, cubierto de pies a cabeza en el lodo rojo del Congo, los buenos tiempos en la Playa Bureh se sentían muy distantes. Estaba en una encrucijada en la mitad de mi viaje por la costa oeste y no estaba ganando ningún punto por elegancia. Las ricas costas de surf de Angola, Namibia y África del Sur estaban por delante si tan solo lograba llegar a ellas. Después de una hora de arrastrarme gruñendo, logré levantar mi motocicleta y sacarla del agujero, justo a tiempo para que el cielo se despejara y yo pudiera volver al camino que me llevaba hacia el río. Estando en la parte alta de unas colinas, con la lluvia cayendo a cántaros y la oscuridad haciéndose presente, no tenía pronósticos muy buenos para la noche. Un hombre me rescató del torrente y me guió hasta un área techada de un edificio de ladrillos sólidos. Había llegado hasta una remota misión Católica y el profesor de inglés llamado Vicent dijo que estaban felices de poder ofrecerme refugio de la tormenta.

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La costa en el oeste de África es más mágica de lo que podría haber imaginado y te pone más a prueba de lo que yo deseaba. Pero es como una especie de trato: simplemente tienes que aceptar lo malo con lo bueno, tal cual es.

Visto en The Inertia.

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