El siguiente artículo fue enviado por Marcea Michba.
Como toda mujer, me gusta sentirme atractiva. Crecí con la idea de que para conquistar a la gente, (no me refiero sólo a hombres, si no a la sociedad entera), tenía que vestirme de cierta manera, arreglar mi cabello, maquillarme, “verme bonita”, lo cual no era sencillo, de acuerdo con las revistas, la televisión y sobre todo “la moda” (que de alguna u otra manera termina por atraparnos), hay que vernos de cierta forma.
Me esforcé por aprender a hacer unas sombras bien difuminadas en mis ojos, unas pestañas largas con suficiente rímel para hacer resaltar mis miradas y busqué un maquillaje que tapara mis pecas y el rojo de mi piel que frecuentemente tenía granos. Alacié mi cabellera con una plancha porque las lacias eran glamour. También teñí mi pelo, gasté mucho dinero con mi estilista para poner peróxido en mi cabeza y aclarar mis cabellos, porque ser rubia me haría más atractiva.
Me compré pantalones acampanados cuando todas los usaban y luego pasé a los entubados como todas las demás. Compré tacones muy altos, también muy incómodos, porque sentía que mi estatura era insuficiente para si quiera considerar estar cerca del modelo de belleza. Era difícil, implicaba un esfuerzo, gastaba mucho de mi dinero para comprar ropa, zapatos, maquillaje y no sólo eso, usaba mucho tiempo para lograr verme “guapa”.
Poco a poco me fui cansando de eso. Decidí de cuando en cuando usar zapatos de piso, ser 10 o 15cms más baja no debería hacerme sentir menos encantadora. Un día decidí que mi color de cabello era lindo, que no tenía por qué tratar de imitar otro color, el café oscuro me hizo sentir fuerte. Con el paso del tiempo, mi pelo creció y volvió todo a ser virgen, noté que era mucho más fácil de manejar, que cada vez necesitaba hacer menos para que se viera bien, y entendí que el esponjado de mi cabeza me hacía sentir atrevida.
Dejé de maquillarme, noté a mi piel más fresca, más relajada, y cuando pasó el tiempo me di cuenta que también se sentía más saludable, noté que mi cara se ponía más limpia, al no poner algo que tapaba los poros, se notaba más tersa, ¡qué maravilla pensé! y poco a poco fui acostumbrándome y acostumbrando a los demás a verme así, al natural, mostré orgullosa mis pecas, mis arrugas alrededor de mis ojos, mi piel blanca, aunque faltara el falso rosado en mis pómulos, dejé que sólo cuando presentaba ciertos sentimientos, mis cachetes se sonrojaran naturalmente.
Me olvidé de la preocupación de sudar y se corriera la pintura, me olvidé de posar para pasar a sentirme tiernamente bella en cualquier instante sin necesidad de mostrar algo que no era.
Fue un proceso, ahora, algunas personas pensarán que soy floja y no me preocupo por mi imagen, pero no es así, me preocupo por cuidarme, por quererme, y eso implica aceptarme tal y como soy, con imperfecciones. Un amigo me dijo “recuerdo cuando te maquillabas y arreglabas mucho… qué guapa. Pero eres más bonita ahora, eres más bonita por lo que representas y creo que es algo tan simple como la naturalidad”.
Yo simplemente puedo decir que me he descubierto cómodamente hermosa, sin tener que lastimar mi cabello, sin tener que dañar mi piel, sin tener que verme como indican los shows de belleza. Entendí que las mujeres somos como dijo mi amigo, naturalmente hermosas, que no es verdad que necesitamos todas esas cosas para ser atractivas, que si nos olvidáramos de ese miedo al rechazo seríamos también mucho más felices, sin tanto de todo eso que creemos necesitar.
Aún uso tacones de cuando en cuando, el día que se me antoje me maquillaré también, quizás de repente quiera ver cómo se ve mi cabello lacio pero puedo decir que nunca me permitiré sentirme presionada por lucir de cierta manera, y sobre todo que nunca me sentiré menos linda que una mujer tremendamente arreglada. Estoy orgullosa de revelarme contra el mundo y decir “Yo soy hermosa sin todo eso que me vendes”