Por Candela Duato
24 octubre, 2014

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Este artículo fue originalmente escrito por Sarah Thenarge en el Huffington Post.

Mi amiga fue a un almuerzo en Nueva York hace unas semanas. Se acercó a una mujer tímida y bien vestida que usaba una bufanda de seda en su cuello. Estaba sola. Apartada en un rincón.

Mi amiga le dijo, “sólo quería decirte que esa bufanda es fabulosa”.

La mujer jugó con la tela y dijo en voz baja, “sólo estoy usándola para ocultar mi cuello”.

Dijo que estaba avergonzada de las arrugas que habían aparecido en su cuello en la quinta década de su vida. Tan avergonzada que las estaba tapando, esperando a tener los miles de dólares que le costaría un estiramiento de cuello.

Cuando mi amiga me contó esta historia, pensé que era un incidente aislado. Un ejemplo extremo de qué les pasa a las mujeres en nuestra cultura. Una cultura en la cual la juventud es un capital y la vejez es una desventaja.

Unos días después iba caminando por la calle principal de Santa Bárbara. Un joven me llevó a una tienda muy iluminada, me sentó en un taburete de cuero blanco y comenzó a aplicarme productos en la mitad izquierda de mi cara.

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Cuando terminó, me pasó un espejo y me pidió que comparara los dos lados de mi cara. En el lado tratado con los productos, las líneas de debajo de mis ojos eran levemente menos notorias que en el otro lado.

Debido a esta “sorprendente diferencia”, él me sugirió que comprase una línea de productos para el cuidado de la piel. Sacó cuatro botellas pequeñas. Son 700 dólares para tres meses.

Hice rápidamente las matemáticas. Cerca de 3.000 dólares al año por hacer mis líneas alrededor de los ojos  levemente menos notorias.

Le dije: no, gracias.

Pocos días después de esto, tenía un cupón para un tratamiento facial. Cuando la esteticista terminó de vaporizar y exfoliar mi cara, me llevó a una mesa donde exponía los nueve pasos diarios para el régimen de belleza que ella me recomendaba para mi piel “sin vida”, que removería los “signos de la edad” de mi cara de 35 años.

Nuevamente el total ascendía a cientos de dólares por la línea de cuidado de la piel. Le dije que no quería pagar tanto dinero. Tampoco quería invertir tanto tiempo en mi piel.

No estoy dispuesta a gastar miles de dólares en productos para la piel o cirugía cosmética para disfrazar los signos de la edad de mi cara. Las líneas que han aparecido, y continuarán apareciendo en el tiempo, son verdaderamente un regalo para mí.

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Fui diagnosticada con cáncer de mamas a los 27 años. Si me hubieras dicho entonces que viviría suficiente tiempo como para llegar a tener líneas de risa alrededor de mis ojos habría llorado de alivio.

Conozco a mujeres jóvenes que han muerto de cáncer. Una de mis amigas murió a los 39 años. La otra a los 36. Y muchas otras mujeres jóvenes mueren de cáncer. Ellas habrían dado cualquier cosa por vivir a los 50 y tener todas las líneas, arrugas y manchas de sol que implica la edad.

La edad no es algo de lo que deberíamos avergonzarnos, es algo para celebrar. Porque vivir es un honor. Porque el tiempo es un regalo.

En vez de odiar las arrugas, ¿qué tal si las celebramos? ¿Qué tal si las honramos?

No sé cuánto tiempo tengo. Pero si Dios es clemente, espero vivir lo suficiente para llegar a ser vieja. Espero tener tanta alegría en mi vida que las líneas de los ojos embellezcan mis ojos y que las líneas de la sonrisa se graben mi cara.

Y espero que cuando otros me vean, no piensen, “esa mujer debería ir a esconderse hasta que pueda pagar su estiramiento de cuello”.

Espero que me miren y vean a una mujer que vivió.

Una mujer que vivió felizmente, orgullosamente y alegremente.  

Original.