Por Teresa Donoso
30 septiembre, 2014

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Aprecio las notas que recibo de mis hijos – ya sea que estén garabateadas con un plumón sobre una nota adhesiva o escritas con caligrafía perfecta en papel de redacción. Sin embargo, el poema del Día de la Madre, que recientemente recibí de mi hija de 9 años de edad, fue especialmente significativo. De hecho, la primera línea del poema causó que mi aliento atrapara a las lágrimas cálidas que se deslizaron por mi cara.

“Lo importante de mi mamá es… ella siempre está ahí para mí, incluso cuando me meto en problemas.”

No siempre ha sido así.

En medio de mi muy distraída vida, empecé una nueva práctica que era muy diferente de la forma en que me había comportado hasta ese momento. Me convertí en una gritona. No era frecuente, pero era extremo – como un globo sobrecargado que de repente explota y hace que todo el mundo al alcance del oído de un sobresalto de miedo.

Entonces, ¿qué tenían mis hijas de 3 y 6 años de edad, que me hacía perder el control? ¿Era la forma en que ella insistía en salir corriendo a conseguir tres collares de cuentas más y sus gafas de sol de color rosa favoritas, cuando ya estábamos atrasados? ¿Era cómo ella trataba de servirse sus propios cereales y terminaba vaciando toda la caja en el mostrador de la cocina? ¿Era cómo ella botaba y hacía añicos mi ángel especial de vidrio en el piso de madera después de haberle dicho que no lo tocara? ¿Era cómo ella luchaba contra el sueño como un boxeador cuando yo necesitaba paz y tranquilidad? ¿Era cómo ambas peleaban por las cosas más ridículas como quién sería la primera en salir del auto o quién tenía la mayor bola de helado?

Sí, eran esas cosas – los contratiempos normales y los típicos problemas de los niños y sus actitudes que me irritaban hasta el punto de perder el control.

Esa no es una frase fácil de escribir. Tampoco se trató de un momento fácil en mi vida como para volver a vivirlo, porque la verdad sea dicha, me odiaba a mí misma en esos momentos. ¿Qué había sucedido conmigo que tenía que gritarle a dos preciosas personitas, a las que quería más que a la vida?

Déjenme contarles lo que había pasado conmigo.

Mis distracciones

El uso excesivo del teléfono, sobrecarga de compromisos, múltiples páginas de listas de tareas, y la búsqueda de la perfección me consumieron. Y gritarle a la gente que amaba era un resultado directo de la pérdida de control que estaba sintiendo en mi vida.

Inevitablemente, tenía que derrumbarme en algún lugar. Así que me derrumbaba a puerta cerradas en la compañía de las personas que significan más para mí.

Hasta que un día fatídico.

Mi hija mayor se subió a un taburete y se estiró para alcanzar  algo en la despensa, cuando accidentalmente botó una bolsa entera de arroz al suelo. Al ver cómo un millón de diminutos granos se desparramaban el suelo como la lluvia, los ojos de mi hija se llenaron de lágrimas. Y fue entonces cuando lo vi – el miedo en sus ojos mientras ella se preparaba para la diatriba de su madre.

Ella me tiene miedo, pensé con el descubrimiento más doloroso que te puedas imaginar. Mi hija de 6 años, tiene miedo de mi reacción a su inocente error.

Con profundo dolor, me di cuenta que no era la madre con la que quería que mis hijos crecieran, ni tampoco era cómo yo quería vivir el resto de mi vida.

A las pocas semanas de ese episodio, tuve mi crisis-descubrimiento- mi momento de dolorosa percatación, la cual me impulsó en un viaje de manos libres, para dejar ir la distracción y sujetar lo que realmente importaba. Eso fue hace dos años y medio – dos años y medio de disminuir  lentamente el exceso y la distracción electrónica en mi vida … dos años y medio después de haberme liberado a mí misma del estándar inalcanzable de perfección y la presión social para “hacerlo todo.” A medida que dejé ir mis distracciones internas y externas, la ira y el estrés reprimidos dentro de mí se disiparon lentamente. Con una carga más ligera, fui capaz de reaccionar a los errores y malas acciones de mis hijos de una manera más tranquila, compasiva, y razonable.

Decía cosas como: “Es sólo jarabe de chocolate. Puedes limpiarlo, y la mesa quedará como nueva. ”

(En lugar de soltar un suspiro de exasperación y una mirada molesta.)

Me ofrecía para sostener la escoba mientras ella barría un mar de Cheerios que cubría el suelo.

(En vez de quedarme de pie junto a ella con una mirada de desaprobación y absoluta molestia.)

La ayudaba a pensar en dónde podría haber dejado sus gafas.

(En vez de avergonzarla por ser tan irresponsable.)

Y en los momentos en que el agotamiento absoluto y el lloriqueo incesante estaban a punto de obtener lo mejor de mí, entraba al baño, cerraba la puerta y me daba un momento para exhalar y recordarme a mí misma que son sólo niños, y los niños cometen errores. Igual que yo.

Y con el tiempo, el temor, que una vez brilló en los ojos de mis hijas cuando estaban en problemas, desapareció. Y gracias a Dios, me convertí en un refugio en sus tiempos de dificultades – en lugar de ser el enemigo del que tenían que correr y esconderse.

No estoy segura de haber escrito sobre esta profunda transformación si no hubiera sido por el incidente que ocurrió el pasado lunes por la tarde. En ese momento, la vida me abrumaba y las ganas de gritar estaban en la punta de la lengua. Estaba a llegando a los capítulos finales del libro que estoy escribiendo actualmente y mi computador se quedó pegado. De repente, las ediciones de tres capítulos enteros desaparecieron frente a mis ojos. Pasé varios minutos frenéticamente tratando de volver a la versión más reciente del manuscrito. Cuando eso no resultó, consulté la copia de seguridad, sólo para descubrir que también había experimentado un error. Cuando me di cuenta de que nunca iba a recuperar el trabajo que había hecho en esos tres capítulos, me dieron ganas de llorar – pero aún más, quería encolerizarme.

Pero no podía, porque ya era hora de recoger a los niños de la escuela y tenía que llevarlos a natación. Con una gran moderación, tranquilamente cerré mi computador y me recordé a mí misma que habían problemas mucho, mucho peores que volver a escribir esos capítulos. Luego me dije a mí misma que no había absolutamente nada que pudiera hacer para resolver ese problema en ese momento.

Cuando mis hijos subieron al coche, de inmediato supieron que algo andaba mal. “¿Qué pasa, mamá?” Me preguntaron al unísono después de dar un vistazo a mi rostro ceniciento.

Sentí ganas de gritar, “¡Perdí el trabajo de tres días en mi libro!”

Sentí ganas de golpear el volante con el puño, porque estar sentada en el auto era el último lugar donde quería estar en ese momento. Yo quería ir a casa y arreglar mi libro – no quería llevar a los niños al equipo de natación, ni escurrir los trajes de baño mojados, ni peinar el pelo enredado, ni hacer la cena, lavar los platos y arroparlos en la noche.

Pero en lugar de eso dije con calma: “Estoy teniendo un poco de problemas para hablar en este momento. He perdido parte de mi libro. Y no quiero hablar, porque me siento muy frustrada”.

“Lo sentimos”, dijo la mayor por las dos. Y entonces, como si supieran que necesitaba espacio, se quedaron tranquilas todo el camino hasta la piscina. Las niñas y yo seguimos con nuestro día y, aunque yo estaba más tranquila que de costumbre, no grité e hice mi mejor esfuerzo para evitar pensar en el tema del libro. Finalmente, el día estaba casi terminado. Yo había metido a mi hija más joven en la cama y estaba tumbada junto a mi hija mayor para conversar.

“¿Cree que vas a poder recuperar tus capítulos?” Mi hija preguntó en voz baja.

Y fue entonces cuando me puse a llorar – no tanto por los tres capítulos, sabía que podían ser reescritos – mi angustia se debía más a una liberación a causa del agotamiento y la frustración que existen durante la escritura y la edición de un libro. Había estado tan cerca del final y que de repente me lo arrebataran, fue increíblemente decepcionante.

Para mi sorpresa, mi hija se acercó y me acarició el pelo suavemente. Ella me dijo palabras tranquilizadoras como: “Los computadores pueden ser muy frustrantes”, y “yo podría echar un vistazo para ver si puedo arreglar la copia de seguridad.” Y finalmente, “Mamá, tú puedes hacer esto. Eres la mejor escritora que conozco ” y “Voy a ayudarte de cualquier forma que pueda. ”

En mis momentos de “dificultades”, allí estaba ella, una paciente y compasiva animadora que no pensó en darme patadas cuando ya estaba abajo

Mi hija no habría aprendido esta respuesta empática si hubiera seguido siendo una gritona. Ya que gritar apaga la comunicación; corta el enlace; hace que las personas se separen – en lugar de que se acerquen.

“Lo importante es … mi mamá siempre está ahí para mí, incluso cuando me meto en problemas”

Mi hija escribió eso de mí, la mujer que pasó por un período difícil del que no está orgullosa, pero del que aprendió. Y en palabras de mi hija, veo esperanza para los demás.

Lo importante es … que no es demasiado tarde para dejar de gritar.

Lo importante es … los niños perdonan – especialmente si ven a la persona que aman tratar de cambiar.

Lo importante es … la vida es demasiado corta como para molestarse sobre el cereal derramado y los zapatos fuera de lugar.

Lo importante es … no importa lo que pasó ayer, hoy es un nuevo día.

Hoy podemos elegir una respuesta pacífica.

Y al hacerlo, podemos enseñarles a nuestros hijos que la paz construye puentes – puentes que nos pueden cargar durante tiempos de dificultades.

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