Nuestra rutina matutina es bastante estándar. Mi marido se levanta temprano para alistar a los niños. A las 7:30 a.m. empieza a gritar… quiero decir, delicadamente despierta a los niños. Cada mañana escucho “Adolpha, baja y vístete” y “Gomer, vístete y lávate los dientes.” Algunos días hay más gritos que otros.
Esa mañana era una de esas mañanas. Ambos niños despertaron malhumorados y perezosos, y había que lidiar con más que el drama normal. Gomer había perdido un zapato y Adolpha se rehusaba a lavarse los dientes. Estaba sobrepasada. Estaba intentando preparar los almuerzos cuando encontré la carpeta para llevar a casa de Adolpha en el mostrador, enterrada debajo de correo basura. Estaba llena de papeles que no me había mostrado. Estaba tan irritada. No tiene muchas responsabilidades, pero se supone que me tiene que mostrar la carpeta todas las noches para que no me pierda nada. Abrí la carpeta con enojo y empecé a tirar los papeles sobre el mesón, diciendo:
“Adolpha ¡sabes que tienes que vaciar tu carpeta! ¿Por qué no puedes cumplir con lo que debes hacer?”
“Me olvidé,” ella lloriqueó.
“No te olvidas de tus responsabilidades en la escuela. ¿Por qué te olvidas en casa?” Pregunté, y seguí tirando los papeles. Guías, avisos de excursiones, y tests de deletreo salieron volando.
Antes de darme cuenta, el labio de Gomer estaba temblando. Me volví contra él, “¿Y cuál es tu problema? ¿Por qué estás llorando?”
“Porque le estás gritando a Adolpha,” me dijo, con lágrimas en sus ojos. Ambos niños empezaron a llorar.
¿En serio? Pensé. Yo debería estar llorando. Estoy corriendo para intentar hacer todo por los dos ya que no pueden hacer nada. ¿Quién pierde un zapato apenas entra a la casa? ¿Quién se pone a llorar porque lavarse los dientes es taaaaaaaan difícil? ¿Quién se demora 10 minutos en decidir si quieres un sándwich de quedo y jamón o mantequilla de maní y mermelada para el almuerzo?
“Oh, por favor, Gomer, detente. No tengo ganas de escucharte en estos momentos.” Mientras le respondía, continúe desocupando la carpeta de Adolpha. “¡Los dos dejen de llorar y vayan a encontrar el zapato de Gomer!” Miré la página en mi mano y podía ver una carta de la profesora de Adolpha.
¡Sabía que me había perdido algo importante! Pensé con enojo. ¡Una carta de la profesora! ¿Quién sabe cuándo la envió a casa?
La carta decía:
Queridos mamá y papá,
Esta fue mi primera semana completa en mi nuevo trabajo, tengo un nuevo profesor, un nuevo salón de clases, nuevas clases y muchos nuevos amigos.
Con todos estos nuevos comienzos, estoy pasando por muchos cambios y tengo muchas cosas que recordar. Cuando estoy cansada, irritable o me molesto fácilmente, recuerden todos los cambios que tuvieron que hacer cuando empezaron un nuevo trabajo (y los miedos que tuvieron) y esto los ayudará a entender cómo me siento.
Me pueden ayudar si me escuchan con compasión, me entienden, me apoyan, me ayudan a descansar y si me dan mucho amor y atención.
Gracias por amarme y preocuparse por mí.
Con amor,
Adolpha
La carta me dejó paralizada. La leí de nuevo. Y luego una vez más.
Oh, no, pensé. Soy una muy mala madre.
En general no siento culpa como madre, pero esa mañana me sentía terrible. Estaba gritando a mis hijos porque no podían encontrar un estúpido zapato. Estaba haciendo sándwiches a la rápida porque estaba enojada que una vez más el colegio vendiera un almuerzo asqueroso que nadie quería comprar. Era como si la profesora de Adolpha supiera cómo sería nuestra mañana. ¿Cómo sabía que esa carta sería exactamente lo que necesitaba leer justo en ese momento? No lo sé, pero me alegra que lo supiera.
Estaba a punto de llamar a los niños para disculparme cuando mi marido entró a la cocina enojadísimo. Había escuchado los gritos, las quejas y el llanto y estaba a punto de partir cráneos. “¿Cuál es el atraso? ¿De qué se están quejando ahora? ¿Están listos para subirse al auto? ¡Vamos! ¡Estamos atrasados!”.
Tomé su brazo. “Antes de que digas otra cosa, tienes que leer esto.” Le entregué la carta de la profesora.
Observé su rostro mientras leía. Llegó a la misma conclusión que yo. Éramos terribles. “Qué…” Perdió el hilo, levantando la mirada.
Los niños habían dejado de buscar el zapato y ahora nos miraban cuidadosamente.
“Somos terribles,” murmuré a mi marido.
“Lo sé, realmente lo somos,” me respondió.
“¡No puedo encontrar mi zapato!” Se quejó Gomer.
“¡No encuentro mi registro de lectura!” Lloriqueaba Adolpha.
“¿Qué hacemos ahora?” preguntó mi marido.
Me gustaría decir que abrazamos a nuestros hijos en ese momento, pero eso no fue lo que pasó. Puede que la carta haya ablandado mi frío y negro corazón, pero no agarré una guitarra y empecé a cantar “Kumbaya” y a contar historias sobre arcoiris y unicornios. En lugar de eso, ambos respiramos profundamente y ayudamos a nuestros hijos a encontrar lo que perdieron y continuamos con nuestra mañana. Pero no fue tan frenética como había sido.
Quería mandarle una nota a la profesora y decirle lo mucho que había valorado la carta. Quería decirle que no soy una mamá perfecta y mi mirado no es un súper papá. Damos lo mejor de nosotros mismos, pero a veces necesitamos una patada en el trasero para no perder el rumbo. Quería darle las gracias por ser esa patada tan necesaria, pero me desvíe antes de poder hacerlo, porque todavía estoy buscando el registro de lectura de Adolpha.