Por Teresa Donoso
4 octubre, 2014

Rachel Macy Stafford relata la experiencia personal que cambió su vida.

Cuando estás llevando una vida llena de distracciones, cada minuto cuenta. Sientes como si tuvieras que estar tachando cosas de una lista, mirar una pantalla, o salir corriendo hacia el siguiente destino. Y sin importar cómo intentes dividir tu tiempo y atención, o cuántos deberes trates de hacer al mismo tiempo, nunca hay suficiente tiempo para ponerte al día.

Así fue mi vida durante dos años muy frenéticos. Mis pensamientos y acciones eran controlados por notificaciones electrónicas, melodías de llamadas y agendas absolutamente repletas. Y aunque cada fibra de mi sargento interior quería llegar a tiempo a cada actividad programada en mi agenda, eso no era posible.

Te explico, hace seis años fui bendecida con una niña muy relajada, despreocupada, del tipo que se detiene a oler las rosas.

Cuando tenía que salir, ella se daba el tiempo de escoger un bolso y alguna corona con brillos.

Cuando tenía que estar en algún lugar hace cinco minutos, ella insistía en abrocharle el cinturón de seguridad a su animal de peluche en el asiento del auto.

Cuando necesitaba almorzar rápidamente en algún lugar, ella se detenía para hablar con cualquier mujer mayor que se pareciera a su abuela.

Cuando tenía 30 minutos para correr, ella quería que detuviera  la silla de paseo para poder acariciar a todos los perros que pasaban junto a nosotras.

Cuando tenía una agenda completa que comenzaba a las 6:00 de la mañana, ella me pedía romper los huevos y los revolvía muy suavemente.

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Mi niña despreocupada fue un regalo para mi naturaleza impulsada por los deberes –pero no fui capaz de comprenderlo altiro. Cuando llevas una vida llena de distracciones, tu visión  es muy estrecha – sólo eres capaz de ver lo que sigue en la agenda. Y cualquier cosa que no se pueda tachar de la lista es una pérdida de tiempo.

Cada vez que mi hija hacía que me desviara de mi plan maestro, me decía a mí misma: “No tenemos tiempo para esto.” En consecuencia, las dos palabras que más le decía a mi pequeña amante de la vida, eran: “Date prisa”.

Comenzaba mis frases con ellas:

Date prisa, vamos a llegar tarde.

Terminaba mis frases con ellas:

Nos vamos a perder todo si no te das prisa.

Comenzaba mi día con ellas:

Date prisa y cómete tu desayuno.

Date prisa y vístete.

Terminaba el día con ellas:

Date prisa y cepíllate los dientes.

Date prisa y métete en la cama.

Y aunque las palabras “Date prisa” hicieron poco o nada por aumentar la velocidad de mi hija, las decía de todos modos. Tal vez, incluso más que las palabras, “Te quiero.”

La verdad duele, pero la verdad también cura… y me acerca a ser el tipo de madre que quiero ser.

Entonces, un día fatídico, las cosas cambiaron. Recién habíamos pasado a buscar a mi hija mayor del jardín infantil y estábamos saliendo del auto. Y al ver que ella no se bajaba lo suficientemente rápido para su gusto, mi hija mayor le dijo a su hermana pequeña, “Eres muy lenta.” Y cuando ella se cruzó de brazos y dejó escapar un suspiro exasperado, me vi reflejada a mí misma – y fue un espectáculo desgarrador.

Yo era una bully que empujaba, presionaba y apuraba a una niña pequeña que simplemente quería disfrutar de la vida.

Mis ojos se abrieron; Vi con claridad el daño que mi existencia apresurada estaba causando a mis dos hijas.

Aunque mi voz temblaba, miré a los ojos a mi pequeña niña y le dije: “Lo siento si te he estado apurando. Me encanta que te tomes tu tiempo, y me gustaría ser más como tú.”

Mis dos hijas parecían igual de sorprendidas por mi dolorosa confesión, pero el rostro de mi hija menor tenía el brillo inconfundible de validación y aceptación.

“A partir de ahora, prometo ser más paciente,” dije mientras abrazaba a mi pequeña de pelo rizado, que ahora estaba radiante gracias a la promesa de su madre.

Resultó ser bastante fácil desterrar las palabras “date prisa” de mi vocabulario. Lo que no fue tan fácil fue adquirir la paciencia para esperar a mi relajada hija. Para ayudarnos a las dos, comencé a darle un poco más de tiempo para prepararse si es que teníamos que salir a alguna parte. Aunque  a veces, incluso con esas medidas, llegábamos tarde igual. Cuando eso ocurría, me repetía a mi misma que sólo llegaría atrasada durante unos pocos años,  mientras ella sea pequeña.

Cuando salíamos a pasear o entrábamos a una tienda, permitía que mi hija llevara el ritmo. Y cuando se detenía para admirar algo, reprimía los pensamientos relacionados con mi agenda y simplemente me dedicaba a observarla. Fui testigo de expresiones en su rostro que nunca antes había visto. Estudié los hoyuelos en sus manos y la manera en que sus ojos se arrugaban cuando sonreía. Vi la forma en que otras personas respondían cuando ella se detenía a hablar con ellas. Vi la forma en que ella observaba a los insectos y a las flores. Ella era una observadora, y rápidamente aprendí que los observadores del mundo son regalos raros y hermosos. Fue entonces cuando finalmente me di cuenta  que ella había sido un regalo para mi frenética alma.

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Hice mi promesa de bajar el ritmo hace casi tres años, y al mismo tiempo, comencé un viaje para aprender a dejar ir todas las distracciones cotidianas y comprender lo que en verdad  importa en la vida. Sin embargo, vivir a un ritmo más pausado todavía requiere de un esfuerzo concertado. Mi hija menor es el vivo recuerdo de por qué tengo que seguir intentándolo. De hecho, el otro día, ella me lo recordó una vez más.

Los dos fuimos a pasear en bicicleta hasta un puesto de helados  mientras estábamos de vacaciones. Después de comprarle un granizado, ella se sentó en una mesa de picnic a, y muy sombrada admiraba la torre de hielo que tenía en la mano.

De repente, una mirada de preocupación atravesó su rostro. “¿Tengo que apurarme, mamá?”

Me dieron ganas de llorar. Pensé con tristeza que tal vez las cicatrices que dejó una vida apresurada no desaparecerían nunca por completo.

Mientras mi hija me miraba esperando una respuesta, me di cuenta que tenía una opción. Podía quedarme sentada allí con mi tristeza pensando en la cantidad de veces que apuré a mi hija por la vida… o podía alegrarme, porque hoy estaba tratando de hacer las cosas de manera diferente.

Elegí vivir en el presente.

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“No tienes que darte prisa. Simplemente tómate tu tiempo,” le dije suavemente.  Al instante todo su rostro se iluminó y sus hombros se relajaron.

Y así fue cómo nos sentamos una al lado de la otra a hablar de cosas que les interesan a las niñas de 6 años. Incluso hubo momentos donde nos sentamos en silencio y simplemente sonreímos mientras admirábamos el paisaje  y los sonidos que nos rodeaban.

Pensé que mi hija se iba a comer todo el granizado – pero cuando le quedaba un sólo bocado, me tendió una cucharada. “Guardé el último bocado para ti, mamá,” dijo con orgullo.

Al momento de saciar mi sed con el dulce granizado, me di cuenta que tenía mucha suerte.

Le entregué a mi hija un poco  de mi tiempo… y a cambio ella me dio su último bocado y me recordó que el amor y las cosas más dulces llegan fácil cuando dejamos de correr por la vida.

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Ya sea que se trate de …

Comer granizados

Coger una flor

Abrochar el cinturón de seguridad

Romper los huevos

Encontrar una concha marina

Observar mariquitas

Pasear por la calle

No voy a decir, “No tenemos tiempo para esto.” Porque eso es básicamente lo mismo que decir: “No tenemos tiempo para vivir.”

Hacer una pausa para deleitarse con los placeres simples de la vida es la única manera de vivir de verdad.

(Confía en mí, he aprendido de la experta mundial en disfrutar la vida.)

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Original

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