Por Bárbara Samaniego
10 febrero, 2015

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Este es un llamado de atención que toda persona relacionada con el área de la educación debería tomar en cuenta.

Al comenzar este año académico, me di cuenta de que unos estudiantes de primer año de secundaria confundían la simplificación de expresiones algebraicas con la resolución de ecuaciones algebraicas. Me tomó tan solo 15 minutos llegar a la raíz del problema: no entendían el concepto del signo igual (=). Y entonces empecé a notar el mismo problema en algunos estudiantes de segundo año, y luego en algunos mayores también.

Mi primera reacción fue preguntarme si tal vez tenían una discapacidad de aprendizaje de algún tipo, que les impidiera comprender conceptos matemáticos básicos. Pero entonces me fijé en que leían bien, escribían correctamente y no presentaban problemas a la hora de contar. ¿Qué era lo que estaba pasando ahí?

Personalmente pienso que si un adolescente entra a la secundaria sin entender el signo “=”, entonces algunos maestros certificadas han estado enseñando muy mal (y lo continúan haciendo). Dicen que se necesita una aldea para criar a un niño. Si los padres o tutores son los jefes de esa aldea, creo que los profesores ocupan un segundo lugar en la jerarquía de influencia, teniendo en cuenta la cantidad de tiempo que los niños pasan en la escuela. Y es que el niño promedio estadounidense gasta 1.260 horas en establecimientos escolares al año. En serio, los maestros simplemente no pueden darse el lujo de no preocuparse por hacer bien su trabajo.

Pero probablemente, algunos sí se lo dan. Los niños no deberían aceptar tener profesores que den clases a medias. Los padres no deberían exponer a sus hijos a un horrible modelo de conducta, todos los días. Y nuestra sociedad no debería aceptar los resultados de diferentes estudios, que reflejan clases dadas de manera perezosa y mecánica. Como profesor, no puedes darte el lujo de no amar tu trabajo. Hay un montón de otros trabajos donde se puede sobresalir sin estar totalmente encariñado con las tus obligaciones: las hojas de Excel o las diapositivas de PowerPoint no van a verse afectadas por haber sido preparadas rápidamente, cuando supuestamente exigían muchísima preparación. Podemos volver a imprimir los documentos cuando derramamos café sobre una carpeta y nuestros clientes nunca sabrán lo que sucedió. Pero los niños y los adolescentes son seres humanos, por lo que tu trabajo y desempeño deja huellas permanentes en sus mentes; personajes, ideales, valores y aspiraciones para toda su vida.

Por cada maestro dedicado y comprometido, hay otros tantos que simplemente no están especialmente dotados para la enseñanza, o que se sienten sobrecargados por un sistema burocrático y poco solidario. Ellos no tuvieron suerte y definitivamente deberíamos cambiar algunas cosas, pero la pregunta más aterradora surge cuando desviamos el tema hacia otro lado: por cada profesor que hace un buen trabajo, dedicado y completo, ¿cuántos son perezosos e indiferentes?

No creo que hayan estadísticas oficiales de esta cuestión y de todos modos sé que me sentiría muy asustada si lo averiguara.

En séptimo grado tuve un profesor de Historia que siempre dormía la siesta en su escritorio mientras copiábamos las notas del tablero. A los 13 años, decidí que odiaba la historia y nunca volví a tomar una clase parecida. Luego tuve un profesor de Economía que nos miraba con desagrado cada vez que le hacíamos preguntas, por lo que decidí nunca más consultar durante las clases. Pero también tuve suerte: el número de buenos maestros superó el número de malos, por lo que resulté relativamente bien educada (o al menos eso creo yo).

Y por eso espero que todos los profesores amen su trabajo. Esto no quiere decir que tengas que sentirte increíble todo el tiempo, porque obviamente es un trabajo duro, con muchos altibajos y con mucho desgaste (físico y mental. Sobretodo mental)… Yo todavía no tengo mucha experiencia en el sector de la educación, pero creo, instintivamente, que amar tu trabajo se reduce a 2 aspectos fundamentales:

1. Reconocer la responsabilidad y el privilegio que tienes al ser capaz de compartir tu vida con la de tus alumnos.

2. Reconocer el valor de todos los jóvenes a los que educas diariamente.

Y, por supuesto, actuar en base a esos reconocimientos.

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