Las energías comenzaban a desvanecerse. Llevaba un mes de viaje en el cuerpo y ya había dado la vuelta por la zona cafetera, algunas de las principales ciudades del sur y la sierra. Solo me faltaba conocer la selva y finiquitar tirado al sol en las cristalinas aguas del Caribe colombiano. Un bus de 6 horas de viaje nocturno me llevó desde un pequeño pueblo perdido en el centro del país, hasta la ciudad de Santa Marta –sí, justo ahí donde murió Simón Bolivar–, en la costa atlántica.
Tras pasar dos días de playa -comer pescado como condenado- y tres noches de tragos y vallenato, decidí seguir subiendo, trepar la costa hasta un pequeño pueblo de pescadores llamado Taganga, localidad que luego me enteré, era famosa por haber tenido al cantante Manu Chao viviendo ahí. Tras un pequeño recorrido, me encontré, de manera inevitable, con el único destino turístico que se promocionaba –literalmente en cada rincón del minúsculo lugar: Ciudad Perdida. Un lugar del que nunca había escuchado hablar en mi vida, el que me dijeron fue descubierto en 1976 y estuvo casi 400 años abandonado, completamente consumido por la selva. Me pareció interesante.
Sin pensarlo dos veces, cegado por este pedazo de historia desconocido, desembolsé casi $180 dólares en la agencia que me dio más confianza, y el día siguiente me estaba embarcando en un jeep, cruzando peligrosos caminos a través de una vegetación violenta, rumbo a una aventura que me prometieron, sería conocer “el Machu Picchu colombiano” –por un viaje de 5 días atravesando montañas que se levantan a más de 1.200 metros de altura, cruzando ríos que doblan su caudal en en cada minuto, y todo bajo un sol inclemente; más les valía que lo fuera.
Un norteamericano que trabajaba en la Nasa, dos jóvenes militares ingleses que habían peleado años atrás en la Guerra de Irak, una suiza y un alemán, eran mis compañeros de viaje. Aquellos con los que durante los próximos días, caminaría y compartiría de sol a sombra. Sin darme cuenta, también tendría que traducirles todo lo que nuestro guía decía, ya que la promesa de “Tour bilingüe en inglés”, no resultó ser del todo cierta. Yo era el único que hablaba los dos idiomas, por lo que me transformé automáticamente en el intérprete del viaje. Genial…
Destrozado en una hamaca después de mi primera jornada real, no podía creer en lo que me había metido: Kilómetros y kilómetros de viaje cuesta arriba, por montañas que –lo prometo- en algún momento alcanzaban casi los 90 grados de pendiente; atravesando tupidas vegetaciones, cayéndome y parando solo para comer un pan que el guía nos distribuía una vez al día –manjar que comimos durante el resto del viaje.
El paisaje, que en ese momento fue mi mayor enemigo, era algo que cuando alcanzaba la cima de una altísima montaña, se transformaba ese tipo de cosas que son difíciles de articular. Un comportamiento impulsivo de la naturaleza, donde cada centímetro de selva y pequeños manantiales de agua a la distancia se convertían, kilómetro a kilómetro, en una adicción sobre la que no era fácil hablar, ni mucho menos traducir. Estar en el medio de la selva, en uno de los parajes más lindos e inaccesibles de Colombia, era una maravilla.
Un día antes de llegar a nuestro destino, nos encontramos con los Koguis, una civilización que es descendiente directa de los Tayrona, la etnia que dominó el Caribe y construyó Ciudad Perdida el siglo VIII. Los saludamos, les sacamos unas fotos y nos despedimos.
Al día siguiente, bajo una lluvia torrencial, llegamos a lo que sería la versión colombiana del camino del Inca. Una sucesión interminable de escaleras que subían hasta las ruinas de una civilización dormida. Fuimos avanzando a través de 1.200 peldaños y cascadas que buscaban un espacio dentro del bosque tropical, hasta que por fin vimos los últimos peldaños de la travesía.
¡Llegamos!
Secándome el sudor como me fue posible, con las piernas temblorosas, pisaba una ciudad como la que nunca había visto antes. Compuesta de plataformas y planicies circulares que se superponían, revelando en cada tramo, el grado de civilización y sorprendente nivel de ingeniería que habían tenido los Tayrona; quienes se preocuparon de construir en la cima una zona ceremonial, donde antiguamente se elevaron los templos y casas de los mamos (sacerdotes y chamanes).
Era impresionante el nivel de asentamiento y la belleza que lograron levantar los Tayronas en un lugar tan hostil. Quizá no tan hostil como lo que fue mi viaje, el que luego descubrí, había sido la verdadera aventura. El lugar donde estaba ahora no me costaba ningún esfuerzo, era solo para disfrutarlo y, por primera vez, también fue un agrado traducirlo.