Por Catalina Vásquez
11 febrero, 2015

“Antes de morir, mi perrita me enseñó a jugar de nuevo y cómo seguir un nuevo camino tras la separación”.

Estas son las reflexiones de la escritora Nancy Kotting tras su ruptura matrimonial y los perros que la ayudaron, junto con su ex, a seguir adelante.

Mi antiguo esposo y yo nos evitamos la tarea de llevar a cabo un divorcio con niños cuando decidimos terminar nuestro matrimonio. Pero no por completo. Verás, mientras nunca tuvimos niños realmente, tuvimos perros, dos, un macho y una hembra que se transformaron en parte de la familia nuclear. Al igual que con muchas decisiones de custodia, el cuidado, control y destino de nuestras ocho patas recayó en mí, ya que yo estaba convertida en el tipo de “confinada al ganado” encargada de monitorear la infinita entrada y salida de las bestias y él, por su parte, convertido en el tipo “errante , conquistador del mundo” con sus maletas listas y el pasaporte constantemente en la mano. Tenía sentido.

Hubo una condición: yo debía arreglar un último apareamiento de Ellie, nuestra sabia, equilibrada Jack Russell terrier y él recibiría el derecho a elegir una de las crías de su tercer y último celo. Precisamente 61 días después de una cita con un semental llamado Spike, corría al veterinario con Ellie vomitando violentamente, sólo para encontrar un bulto de pelusas de bebés emergiendo decididamente. Ese día, hace 15 años, dio a luz exitosamente a dos cachorros, uno para mi ex y uno para mí, completando una deuda y llenando un espacio que había quedado vacío en los corazones de ambos.

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Mientras que separamos exitosamente la conexión legal entre marido y mujer tras la disolución de nuestro matrimonio, conscientemente elegimos mantener la conexión que nace de crianza compartida, acogiendo el fenómeno de “mascotas como niños sin remordimientos”. Ambos necesitábamos encontrar una forma de mantenernos en la órbita del otro, debido al profundo amor y respeto que nos sentíamos, a pesar de nuestro nuevo estatus de adultos solteros.

Los niños en las situaciones de divorcio, lamentablemente, se convierten a menudo en munición de descontento entre madres y padres heridos, y peor aún, herramientas inocentes de venganzas generacionales. Para nosotros, la habilidad de mantenernos conectados el uno al otro a través de nuestros hijos sustitutos, nos ayudó a mantener una sana relación post-divorcio. Por 15 años, nos hemos puesto en contacto, concediéndonos momentos de profunda importancia, reafirmando que la base de apoyo del uno hacia el otro seguía ahí de maneras cariñosas. Nuestros dos “hijos” y hermanos se convirtieron en un tema de conversación dentro de una zona segura, el instrumento neutral de comunicación. Ha funcionado excelentemente. Él ha logrado casarse por segunda vez con una maravillosa mujer y yo he navegado el mundo a solas, disfrutando la creativa libertad de la soledad.

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Ahora, nuestros perros están muriendo. Las almas de cuatro patas que ayudaron a sanar nuestras heridas están prontas a dejarnos. Por delante viene una transición que aquellos con hijos reales probablemente no tienen que enfrentar juntos. Los hijos reales ven morir a sus padres. En cambio, ahora debemos ser nosotros quienes veamos morir a nuestros hijos sustitutos. Este es el reverso amargo de nuestras decisiones. Lo que no fuimos capaces de soltar, se ha transformado en una orden inevitable ahora. Debemos llevar a cabo todavía otra transición más, en la cual el amor cambia su forma, la manera en la cual quiere expresarse a sí mismo y vivir dentro de nuestros corazones.

La ceguera se ha apoderado de mi perro y me encuentro preguntándome si puede ella aún imaginarse el mundo como alguna vez lo conoció. Cuando olfatea el lago, la arena y las gaviotas, ¿las ve aún en el ojo de su mente? La asisto constantemente: un empujón suave para subirla a la cama en la noche; una mano guiadora a través de un sombrío portal o la pelota de tenis que solía lanzar a 20 metros y que ahora es deslizada gentilmente a uno o dos de distancia para que ella la traiga de vuelta y se regocije triunfante.

Cuando era cachorra, ella me guiaba a mí, me llamaba desde su jocosidad para hacerme concentrar, una vez más, en los placeres simples y gracias de la vida diaria mientras me recuperaba de los complejos terrenos que implican el término de un matrimonio y zarpar hacia la vida en soledad. Ella me enseñó a jugar de nuevo, a volver a reír y cómo seguir un nuevo camino, todo mientras su presencia misma me permitía mantener una mano en el ancla que era mi esposo, mi mejor amigo, por tantos años. Y él, en su vida paralela, estaba recibiendo el mismo regalo de su cachorro.

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Ahora en su año número quince, mi perro agonizante está, una vez más, dándome más lecciones de vida. Algunas veces la miro de reojo mientras está sentada silenciosamente en su oscuridad, a menudo en una esquina en un ángulo irracional en su estado de olvido visual, su cabeza agachada, su pequeña nariz atrayendo hacia sí el olor de la vida con el cual poder rememorar. Está enseñándome cómo sentarme conmigo misma en silencio, acomodada en mis propios recuerdos.

Ella duerme bastante y en su reposo, tiembla con sueños, recordándome de mis propios sueños y a guardarlos en mi corazón, incluso mientras duermo. En sus esfuerzos diarios del mundo físico, aventurarse adelante sólo para golpearse con todavía algún otro obstáculo, inevitablemente encontrando un camino al rodearlo, ella me está enseñando cómo moverme hacia delante, incluso cuando me siento demasiado ciega.

A lo largo del día, mientras yo trabajo, ella está siempre cerca y a menudo percibo como si estuviese perdida. En esos momentos, estiro mi mano y la acerco hacia mí, la acaricio y se enrosca en mis brazos, a salvo. En ese momento, ninguna de las dos está perdida.

Ella, al igual que su hermano, en estos menguantes días nos están enseñando cómo dejar ir las cosas gradualmente y a despedirse con gracia.

Visto en: The Huffington Post