Por Candela Duato
10 noviembre, 2014

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Las cicatrices son un testimonio de las heridas que estuvieron ahí, son pruebas de sobrevivencia. A veces son imposibles de arreglar. Aunque no todas marquen la apariencia física, todas están ahí. Emocional y mentalmente grabadas en la piel como un bordado de memorias fragmentadas y momentos apenas recordados.

Como medallas de ambos honor y deshonor, las cicatrices duran para siempre, marcadas en el corazón.

Fue un domingo. El 3 de noviembre de 2013 dejó una herida como ninguna otro, llegando dentro de mí y arrancando lo que quedaba de mi corazón latiente. Fue el día que me rompí en millones de pedazos sin esperanza de que me podría volver a pegar.

Fue el día en que perdí a mi mamá.

No estoy segura de cómo se describe el revoltijo de emociones, el ruido ensordecedor de llantos o la aislación persistente que sigue cuando muere una mamá. Respirar requiere esfuerzo. Los órganos se van a huelga. Y después, la vida se sacude hacia delante tan fuerte que desafía a la física. De repente, me descubro sola y perdida, sofocándome en un mundo de ruido.

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No me importó si estaba inmersa en una multitud de gente o rodeada de aquellos que me quieren.

Estaba enojada. Ese día se llevó a mi defensora más grande y mi fan número uno. Y quise rendirme. Las palabras fallan para articular la dolorida partida de madre e hija… o para escribir la elegía de tu madre a la edad de 24… o el conocimiento de que nunca vas a escuchar su voz otra vez.

O la desesperación de escuchar todos sus mensajes que grabaste en modo repetición, solo para conseguir un último momento con ella.

Perder a alguien tan importante, inspiracional e influyente es una experiencia que ningún libro o novela podría empezar a ayudarme a comprender. Ahora, un año sin su cercanía, cuento mis momentos con respiros. No con horas y minutos.

Al mirar atrás a los respiros que he sobrevivido, luchando por cruzar ese puente de adversidad y dolor, he averiguado cómo sobrevivir. Aquí está lo que he aprendido:

1. Aprendí que el mundo no se detiene para ti

Hay muchos días que aún me dejan derrotada, pero la vida no es un videojuego. No puedes pausar el momento o volver en el tiempo. No se te da un número infinito de vidas.

Se te da una sola vida, y el mundo seguirá moviéndose, a pesar del hecho de que puedas sentir que tu mundo entero se ha detenido. La única manera de curarse es seguir moviéndose.

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2. Aprendí que tus problemas no siempre van a estar presentes en la mente de todos

Cuando peleas tus propias batallas internas, parece irreal cuando nadie más se da cuenta del tormento que ruge justo debajo de tu superficie. Puedes sentirte como si estuvieras gritando y sacudiendo las barras de la vida, pero que aún así nadie te escucharía.

A través de esta experiencia, aprendí que la gente va a seguir adelante más rápido que tú. La simpatía dura poco cuando no eres el que tiene el ala rota. Y eso está bien.


3. Aprendí que el amor no tiene límites

Solía temer que alejarme de aquellos que amo más podrían dificultar mis relaciones y de alguna manera desvanecerse con la distancia física. Pero el amor –es decir, el amor incondicional– no tiene límites. Nunca se va a perder, sin importar la distancia en tiempo y espacio.

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4. Aprendí que aunque la gente no puede ser reemplazada, puedes encontrar paz

Justificar a la muerte puede encaminarte en un viaje con una puerta giratoria. Es infinita y siempre está dando vueltas. Ninguna cantidad de ruego, llanto o grito podría posiblemente arreglar lo que sientes.

Mientras que toma una vida entera recuperarse del vació que siento, he dado los primeros pasos para encontrar paz dentro de mí misma.


5. Aprendí que hay fuerza en la percepción

Puedes pasar años preguntándote por qué el mundo elige plagarte con miseria y desgracia o puedes levantar la cabeza y ver el dolor a tu alrededor.

Cuando la pena y el dolor empiezan a encerrarme, me descubro a mi misma redirigiendo esos pensamientos a otros que sufren en otros lados. Reevaluar los negativos en tu vida con una perspectiva diferente puede con frecuencia traerte un paso más cerca hacia la reconciliación.

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6. Aprendí a ser agradecida por lo que aún tienes

La gente más feliz es aquella que valora lo que ya tiene más que concentrarse en lo que no. ¿Cómo puedes apreciar lo bueno sin lo malo? Si perdiste algo o a alguien querido, toma un momento para apreciar lo que aún tienes a tu alcance, sin importar lo grande o pequeño que sea.


7. Aprendí que aún tienes control sobre tu vida

Entender que tienes control sobre tus emociones y acciones es el primer paso a poder superar cualquier obstáculo.

Puede que no seas capaz de cambiar todo lo que pasa en tu vida, pero sí puedes cambiar cómo reaccionas y te comportas en situaciones desafiantes y la dirección que eliges seguir después.

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8. Aprendí que la adversidad no es una excusa para rendirse

Motivación. Sueños. Metas. Concentrarse en seguir adelante no sólo te va a mantener lejos de quedarte pegada en tu pasado, pero también ayuda a purificar tus pensamientos.

Al final, después de superar todas esas luchas, puedes mirar atrás y ver la fuerza en tu dolor. Rara vez puedes recuperar lo que perdiste, pero aún tienes todo por ganar.


9. Aprendí que nunca es realmente un adiós, sino que solo un nos vemos después

Sé en mi corazón que mi mamá nunca se irá por completo, incluso cuando esté envejeciendo en mi silla mecedora. Como la única persona en mi vida que es irremplazable, sé que ella siempre estará ahí. Así que no es un adiós, solo un nos vemos después – hasta la próxima.