Por Candela Duato
1 noviembre, 2014

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Me agaché y lo besé en la mejilla. Su hermana estaba tomando una de mis manos, y con mi otro brazo sujetaba la puerta del auto.

“Te amo hijo. Vendré luego a recogerte del colegio”.

Me volví rápidamente a nuestro coche. Tenía diez minutos para llevar a mi hija a la escuela antes de que se hiciera tarde.

“¡Atrapa mi beso!”, gritaba mi hijo detrás de mí.

Me di vuelta y vi como cambiaba su gran mochila al otro hombro, y lanzaba un beso imaginario hacia mi dirección.

“¡Lo atrapé, mi amor!, ¡Te amo! Ve a tu clase ahora”.

“¡No lo atrapaste!”

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Rápidamente me senté en el auto, lo atrapé en el aire y me lo puse en la mejilla.

“Ok. Te amo. Entra a clases”.

“Lánzame un beso, mami”.

“Mi amor, no tengo tiempo. Tengo que llevar a tu hermana al colegio también”. Le lancé un beso rápido.

Se dio vuelta y entró al colegio, y miré mi reloj nuevamente.

No importa como ordene mi día o planifique mi calendario, siempre estoy corriendo de una actividad a la otra.

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Eso era lo que pasaba hasta que estuve en la ambulancia con mi hijo amarrado a la camilla. No pude evitar pensar sobre la mañana anterior.

Si hubiese sabido que aquí es donde estaría sentada al otro día, seguramente hubiese hecho las cosas con más calma.

No se veía enfermo en la mañana. Honestamente, ni siquiera pensé en dejarlo faltar al colegio. Justo antes del almuerzo, comenzó la fiebre. Luego se comenzó a quejar de dolor en el estómago.

En cuestión de minutos un simple dolor de estómago de mi hijo terminó en gritos de dolor cada vez que trataba de respirar.

Llamé a la clínica y les dije que necesitaba que lo vieran inmediatamente. Cuando llegamos un par de minutos después, nos dejaron en una habitación, examinaron a mi hijo, y pronto tomaron la decisión de transferirlo al Children’s Hospital.

Mi esposo y yo nos sentamos desconsolados mientras el doctor trataba de ver qué le pasaba. Le hicieron múltiplos exámenes con rayos x en el pecho y el estómago, pero no podían descubrir cuál era la raíz de la infección.

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Nos dieron de alta en el hospital a medianoche con órdenes de hacer seguimiento con nuestro pediatra en los próximos días y nos comentó que probablemente era un virus y una inflamación de los ganglios linfáticos que la causaban dolor abdominal.

Cuando mi hijo se despertó tres horas después con fiebre de casi 40º C y con un nuevo dolor abdominal, corrimos al hospital. Hicieron un par de exámenes más y decidieron admitirlo en el hospital para mantenerlo en observación.

Más tarde esa mañana, finalmente recibimos respuestas.

El informe llegó del radiólogo. Posado arriba del diafragma de mi hijo, escondido debajo de su corazón, había un inicio de neumonía que al principio no había sido detectado. Finalmente, podrían darle el tratamiento necesario.

Fueron 24 horas muy aterradoras. Pensé mucho mientras estaba en el hospital. Tenía conversaciones nerviosas con mi esposo y las enfermeras. Hablé con mi hijo para calmarlo. Recé.

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Pero no podía dejar de pensar en el día anterior. Cómo había tratado de apurar a mi hijo para que entrara a clases. En cómo no paré un par de segundos para darle unos besos más. Cómo deseaba no haber tratado de apurarme tanto para abrazarlo más.

La historia podría haber terminado distinta. Mucho peor.Así que hoy aprendí una lección por mí misma: ir con más calma.

No voy a apurarme en los momentos que más importan. Voy a dejar los platos sucios en el lavaplatos para jugar con legos y a los superhéroes. Seré ridícula. Y bajaré a su nivel cuando quiera contarme algo. Y dejaré de decir “no tengo tiempo”.

Porque si no tengo tiempo para la gente que amo, entonces tengo que reconsiderar qué es lo importante. 

Original.