Por Emilia García
8 octubre, 2014

Hace algunos días, leí un artículo en el Washington Post acerca de una madre que era ama de casa y que estaba teniendo problemas para responder a la siempre popular pregunta: “¿Y qué haces todo el día?” ahora que sus hijos van a la escuela.

Es un tema que ha dado vueltas por mi mente últimamente mientras veo desconcertada cómo mis hijos insisten en crecer a una rapidez que claramente no estaba en las claúsulas del contrato cuando decidí ser madre. Miro a la más pequeña – una niña de siete semanas – y juro que mi mente ya está puesta en el día en que (mañana, probablemente) me estaré despidiendo de ella con un beso en su frente en su primer día de jardín infantil.

Pero volviendo a lo que nos llama. Mientras leía el artículo, revisé la sección de comentarios, anticipando que habrían algunos tontos comentarios en que alguna madre que se queda en la casa y que, básicamente, proclamaría no sentir culpa por hacer absolutamente nada en todo el día, cuando me encontré con este comentario realmente notable:

“Trabajo a jornada completa, y mi marido se queda en casa. Tenemos dos hijos que van a la escuela todo el día (de 8 am a 3 pm). ¿No se dan cuenta de lo mucho que facilita mantener un trabajo a jornada completa cuando tienes a alguien en casa con los niños? Puedo trabajar hasta tarde, y viajar cuando lo necesito sin tener que preocuparme por ellos. Los fines de semana son relajados, no tenemos que estar corriendo para hacer trámites y tareas de la casa. Puedo volver a trabajar el lunes siguiente habiendo realmente descansado el fin de semana. Es un lujo para MÍ el tener un esposo que se quede en casa.”

Quedé atónita.

Perpleja porque en todos mis años siendo una escritora/madre que se queda en casa, siempre he estado peleando contra el sentimiento de que no estoy haciendo lo suficiente o siendo lo suficiente. Siempre sentí, honestamente, que le debía al mundo algún tipo de explicación por estar en casa. Que he tenido que vivir con el hecho de que como yo decidí quedarme en casa, mi familia tiene que hacer sacrificios – como no tener ¡televisión por cable! He sentido la necesidad de hornear pasteles para que le mundo sepa que no soy un miembro inútil de la sociedad.

Y en medio de toda ese desorden mental y culpa, nunca se me pasó por la cabeza que quedarme en casa no era un “lujo” solo para mí… Es también un lujo para mi esposo. Y de repente, cuando leí esas palabras, todo me hizo sentido. Evidentemente es un lujo para el cónyuge que trabaja fuera de casa el tener un compañero que se quede en casa con los niños. Alguien que siempre está ahí para encargarse de los inevitables días de enfermedades, hacer las citas con los doctores, asegurarse de que las despensas estén llenas e incluso asegurarse de que nadie robe el paquete que el cartero dejará en la entrada de la casa.

Y luego – ¡bendito sea! – tener a alguien que te ahorre la preocupación de tener que preparar a tus hijos para el mundo. Alguien que siempre esté ahí para besar la rodilla de tu hijo cuando se haga una herida o encargarse de que aprenda a ir al baño e incluso, alguien que te espere con un plato caliente de comida cuando llegues a casa.

Imagina eso.

Me di cuenta, en un brote de asombro, que he pasado la mitad de mi matrimonio sintiéndome un poco culpable por ser a la que “le toca” quedarse en cama. He intentado alejar la vergüenza de quedarme acurrucada en mi agradable cama en la mañana mientras mi esposo marchaba por la nieve para ir a trabajar, y he sentido la absurda necesidad de llenar mis días con un millón de actividades para enumerárselas a mi marido cuando llegara a casa en un intento de convencer (¿a quién realmente? Más que a nadie, a mi misma…) de que era “productiva.” Me di cuenta, por primera vez en la vida, que no tengo nada que demostrarle a nadie. Que me he estado  esforzado tanto para trabajar desde mi casa, siempre preocupada de tenerla limpia, y a la vez logrando hacer todas las actividades relacionadas a la educación de mis hijos porque era mí tarea.  Y debía hacerlo bien ya que mi esposo estaba trabajando. Por todas estas cosas nunca pensé que el estar en casa con nuestros hijos podría ser, de hecho, un regalo para mi esposo.

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Hoy escribo las palabras de este artículo en una de esas raras mañanas “libres”, cortesía de mi esposo ya que se tomó un día libre de la oficina. Estoy sentada en un café, escribiendo durante las dos horas que tengo antes que deba amamantar a mi hija. Y, de hecho, acabo de llamar a mi marido, quien se ha ofrecido como voluntario para ser yo por el día – para que yo pudiera trabajar – para preguntarle lo que piensa sobre el tema y para saber si puedo incluirlo en esta entrega citándolo.

Al fondo escucho a mi hija llorando, a la de dos años subida en su pierna, y al de cuatro años cantando alegremente con todas sus fuerzas, habiendo recién llegado del parvulario. Vi la escena tal como la había dejado en la mañana – quedaban cuatro cargas de lavandería sin hacer desde el fin de semana, la casa estaba en un estado catastrófico, los huevos seguían cocinados sobre el sartén desde la hora del desayuno.Dulcemente, le pedí algo que citar – ¿alguna vez consideró que el que yo me quedara en casa era un regalo para él? “¡¿Qué?!” preguntó frenéticamente, con una desesperación haciéndose dueña de su voz. “No lo sé, ¿tengo que darte algo que citar en este momento? O sea, ella está llorando y yo estoy intentando cocinar los macarrones con queso y si pudiera tomarla en brazos quizás ella dejaría de llorar…” y se fue por otro sendero, al parecer, demasiado abrumado para terminar su pensamiento.

Sonreí – quizás de forma demasiado petulante. Porque creo que esa fue mi respuesta. Ser yo por un día no es tan fácil. Y que él estuviera ahí para que yo pudiese estar en otra parte trabajando… bueno, realmente fue un lujo. Y un regalo.